lunes, 25 de agosto de 2014

Tincunacuy (Encuentro, en quechua) Los Cerrillos, Santiago del Estero, grupo Tincunacuy.

En agradecimiento a Cristián (que me invitó a vivir esta experiencia), y a Jorge (que me contó la historia profunda del proyecto). A unos 360 kilómetros de Córdoba capital, en la provincia de Santiago del Estero, se encuentra un inhóspito paraje: Los Cerrillos. Está a 12 kilómetros de Salavina. Para llegar a ese lugar hay que sortear caminos de guadales, tierra, polvo y un calor “abrasador”. Allí se encuentra la escuela nacional 534 Ricardo Ramírez, construida en 1940. Un viejo edificio derruido al que concurren unos 20 alumnos al jardín, y 60 a la primaria.
En sus inmediaciones unas pocas casitas de adobe y algunas de bloques que se levantan a 300 o 400 metros de distancia de la calle de tierra, y a las que se accede a través de senderos rodeados de cactus, matas, molles, piquillines, algarrobos y otras especies nativas. No hace falta aclarar que no hay luz eléctrica, ni agua potable. El punto principal de abastecimiento de agua es el viejo aljibe de la escuela. Los pocos que habitan el lugar viven criando cabras o unas pocas vacas. La mayoría de los hombres son peones golondrina y pasan cuatro o cinco meses fuera del hogar, mientras las mujeres crían como pueden a los hijos. Un lugar que no aparece en los mapas, ni tampoco en la agenda de preocupación de las autoridades. Hace más de 20 años, un grupo de profesionales y residentes santiagueños, cordobeses y catamarqueños, decidieron conformar un grupo que, en misiones solidarias, ayudara a paliar las necesidades de esas pocas personas olvidadas en medio del bosque santiagueño, al borde del río Dulce. Al grupo lo llamaron Tincunacuy, que en idioma quecha significa “encuentro”. Me aclaran que en quecha las palabras son muy precisas y tienen un único significado, que no admiten dobles interpretaciones. Quizás esa sea la explicación de la parquedad de los paisanos. Desde entonces, casi todos los años, porque alguna vez atendieron en otros parajes cercanos, se concentran en Los Cerrillos.
Allí, en un fin de semana se realizan en la escuela atención y controles médicos, de odontología, de vista y se llevan alimentos, ropa; y se organiza el festejo del día del niño, al que acuden familias de los parajes más cercanos de la zona. El grupo está integrado por unos 50 miembros, pero los que suelen viajar son entre 15 y 20 unas tres veces al año. A ellos se les suma el mago Cristian Sahratián, que se ocupa de atrapar la fascinación de niños y adultos que nunca vieron un truco de ilusión, ni siquiera por televisión. Roque Maldonado tiene 68 años. Se dedica al negocio de provisión a las carnicerías, y formó parte del grupo inicial. Hoy es el presidente, pero, remarca, es una cuestión de antigüedad, no de jerarquía. No ha faltado a ninguna de las visitas, incluso en varias oportunidades concurrió sólo a auxiliar a alguna familia de la zona que necesitaba ayuda, y los lugareños inmediatamente pensaron en él, y hacia allí partió, dejando familia y obligaciones. El vigor de él y sus compañeros para hacer el viaje que lleva más de seis horas, costearse el combustible, buscar las donaciones, hablar con empresas y mostrar lo que hacen para conseguir ayuda; además de llegar al lugar y organizar todo para que la gente sólo tenga que ir a la escuela y recibir la ayuda; es conmovedor. Es un día entero infatigable para esta gente. “En el grupo asumimos esta actitud porque estamos convencidos que se trata de nuestras raíces y no podemos desentendernos de las necesidades de esta gente. Mientras siga teniendo fuerzas voy a seguir viniendo, no tiene precio ver la cara de esta gente cuando llegamos y nos esperan como si fuéramos viejos amigos o familiares queridos”, cuenta Roque. Jorge Acosta, también integrante del grupo, aporta una anécdota que expresa la importancia de estos cruces de culturas. “Cuando empezamos a venir, los grandes les decían a los chicos que no hablaran en quechua porque les daba vergüenza, cuando es un rasgo de identidad esencial de estos pueblos. Hoy somos nosotros los que fomentamos que se recupere su enseñanza y también colaboramos para recuperar el festival del Tanicu, que dejó de hacerse durante muchos años y sirve para reencontrarse en un ámbito de alegría y celebración. Y si podemos, también trabajaremos para hacer un encuentro de teleras, porque hay muchas y muy buenas en la zona y no son reconocidas”, se entusiasma Acosta. Los vecinos de la zona son muy agradecidos con esta gente.
Cecilio Corvalán es el presidente de la comisión de la escuela de Los Cerrillos, y es una muestra de la confianza que se le otorga al proyecto. “Cuando ellos nos avisan que van a venir, organizamos la escuela, la limpiamos y tratamos de ofrecerles nuestras mejores comodidades para que puedan hacer las cosas bien. Es muy importante también para nuestra gente porque hablan con otras personas y conocen cosas nuevas. Mucha gente de acá apenas sale una o dos veces al año a hacer las compras en Salavina. Desde tanto que hace que vienen ya nos conocemos bien y nos hacemos bromas de cómo vamos envejeciendo juntos”, cuenta Cecilio. Belén Rodríguez y Marcelo Bruno, tienen tres hijos y viven en una de las pocas casas que hay en la zona. También manifiestan su gratitud: “Estamos muy contentos con esta gente que viene de afuera y se preocupa por nosotros. Ellos traen y organizan todo, cada vez que vienen es una fiesta para nosotros”. Es verdad que a éstos santiagueños les faltan muchas “cosas” materiales, pero atesoran tranquilidad, inocencia, identidad, idioma: el quechua, y el cielo estrellado más impactante que hasta ahora vi en mi vida, a la vera del río Dulce. Hay recompensa.

domingo, 3 de agosto de 2014

Alina imaginó

En la intensidad de su noche, Alina imaginó. Bandadas de cuervos oscurecieron su domingo, una brisa de viento sur le anunció el camino que transitaría el resto de la semana. “No me harán sentir miedo”, se dijo, mientras cerraba con fuerza la ventana de la cocina y se aferraba a su amuleto natal: una vieja taza de té que usaba todas las mañanas su abuela Lucrecia. Aunque le costaba aceptar esos espacios de oscuridad y encierro, ya estaba acostumbrada a vivir esos días en los que sólo sabía resistir. De niña padeció esas jornadas con febriles noches de llanto y de angustia. Atravesó días en soledad, sin la cercanía de su madre, sin padre, sin hermanos, sin tías, ni primas, ni amigos; encerrada en una vieja y húmeda pieza de campo. Fue entonces que comenzó a edificar su espíritu fuerte de sangre, y de espíritu. Su primera vez fue en verano. Recuerda que luego de una abundante sobremesa de una fiesta pueblerina volvieron a dejarla sola. Mientras sus lejanos padres y conocidos se dedicaban a la tradicional sobremesa de domingo, con taba, gritos, chinchón y pastelitos, Alina no se encontraba en el lugar. Al principio buscó alejarse con discreción, nadie lo notó. Después, la curiosidad la llevó a internarse en un pequeño bosquecito de siempreverdes y pinos, y tampoco nadie lo notó, en el fragor de sus ensimismamientos. Algunos pasos después ya no escuchaba las voces que la empujaron hacia ese lugar. Sólo percibía los sonidos de las hojas, los grillos, los insectos, las palomas torcazas. Cuando reaccionó estaba oscureciendo. En los pequeños bosquecitos la luz del día se pierde más temprano. Nadie lo notó. Con tranquilidad y disfrutando cada descubrimiento de su nueva niñez Alina intentó emprender el regreso. Ya no escuchaba voces, creyó reconocer algunas señales que la guiarían para volver, pero la luz de esos bosquecitos suelen confundir a los seres ingenuos que se internan en sus profundidades. De manera repentina una vieja angustia, hasta ese momento desconocida para ella, la invadió. Se desesperó, tuvo miedo, empezó a correr sin dirección precisa. Los seres inseguros tienen, como primer reflejo ante situaciones angustiosas, el reflejo de correr. La velocidad, el escape, la negación de un espacio y de un tiempo son, para ellos, la llave que puede abrir el cofre de la tranquilidad, de la seguridad, del abrigo momentáneo. Nada más alejado, se diría después. Los diablos, esos seres oscuros, se aprovechan de sus víctimas a través de esas reacciones. Así, Alina fue víctima por primera vez. Corrió, lloró, se desesperó, gritó, se arropó debajo de un pino. Tuvo pánico ante el cambio de posición de la luna que por momentos la abrigaba, y en otros le dibujaba con las sombras imágenes que ya habían soñado sus espíritus anteriores. El miedo de los otros se transforma en nuestro propio miedo en esas ocasiones que parecen no tener explicación. Raras nubes nos transforman en seres misteriosos y vulnerables en esas circunstancias. Entonces, exageramos, y nos parece que vamos a desaparecer. Una voz quebrada de mujer atravesó esos miedos, esos árboles y la distancia, para dar con ella. Era la voz de Marta, su madre. Alina la reconoció, pero no pudo pronunciar una palabra, hasta intentó hacer gestos que acompañaran esa locuacidad silenciosa; las cuerdas vocales se le atoraron. Entonces corrió, decidida, persiguiendo el sendero de ese sonido familiar. El crujir del rocío y de las hojas se hizo más intenso. Alina intentó gritar, pero no pudo. La ráfaga de luz de una linterna apareció como un rayo entre las siluetas de los árboles. Corrió más fuerte, y antes de caer se aferró a un par de piernas que conocía con el inconfundible afecto de cuando era niña. Era Marta, su madre, esa voz de intensa tonalidad familiar que le llegaba desde la memoria de aquel vientre oscuro, tan parecido a esos bosquecitos en que le gustaba internarse. Por fin se miraron y se abrazaron con auténtica emoción. No hubo reproches, no hubo reclamos ni viejas reprimendas. Así, Alina tuvo su primera vez. Por eso la intensidad de esa noche no le resultó refractaria, la asimiló con la naturalidad de los cambios que nos ayudan a madurar. Como a Alina, el destino nos traza ranuras que creemos inexplicables, pero que ya están prefijadas por algún orden que no alcanzamos a comprender. Alina esa noche, durmió tranquila.