sábado, 15 de abril de 2017

Patear un córner

Patear un corner Julito se perfiló para darle con la zurda y tirar un centro abierto. Miró con atención el nido del área, y ahí lo invadió la indecisión.
Yo sé que hay gente que va a pensar que divagar por la importancia de patear un córner es una pelotudez, pero, sepan, no es fácil hacerse cargo de esa responsabilidad y menos en los partidos chivos, así que con el mismo respeto con que trato a ésa gente, espero que lean con discreción y aplomo las líneas siguientes, antes de emitir cualquier tipo de juicio, se entiende?; ni para bien, ni para mal, tamo?. Agrego: hacer un gol de córner, si no sos el Beto Alonzo y lo pateás olímpico, en la generalidad es una construcción colectiva, una seria estrategia de juego. No es cómo patear un penal o un tiro libre directo en el que el desafío se reduce a dos. El córner, como en el indirecto requiere que el shoteador tenga temple, cosmovisión, personalidad y espíritu de grupo. A las cosas. Decidir cómo se tira un córner no es cuestión de… así como así, ni, tampoco es para cualquiera. El que se apronta a efectuar esa clase de disparo sabe, a ciencia cierta, que está ante una instancia, probablemente, decisiva, final, definitiva, acaso también gloriosa. “Redimitoria!”, me faltó agregar, de acuerdo a éste caso. En esos momentos, la ilusión de que ése disparo termine en gol pasa a ser determinante, lo es todo, así nomás. Las almas de los hinchas no suspiran durante esos breves instantes, de los propios y los contrarios. El tiempo se detiene, el sol deja de alumbrar, el viento se apacigua, los ruidos ya no se escuchan, el río se aquieta, los pájaros quedan inmóviles en las ramas, las barras de hielo del bufet se descongelan y todo lo que quieran agregar. Sólo el sentido de la vista es el que mantiene plena atención en cada espectador. Volvamos. El código interno de cualquier equipo en los entrenamientos y charlas técnicas previos a un partido chivo establece quién sí y quién no está capacitado para tirar los córner. El tema no es para cualquiera, repito. Ahora, a los hechos!!!. Tercera fecha del campeonato regional; El Social venía de dos empates y una derrota; y jugaba contra Aleti; es decir… no se jugaba nada importante a primera vista, tampoco era un clásico de los bravos, pero era un partido y había que ganar. En ése córner se podía hacer la diferencia para que el Social ganara el primer partido del torneo y, ahora viene lo trascendente de éste relato: el equipo, con éste triunfo el equipo podría recuperar su autoestima y el clima de convivencia que se había vuelto hostil desde que el año pasado no llegaran a semifinales por la expulsión del Nacho Paredes que hizo ese penal injustificable y los dejó afuera con todas las ganas. A propósito, el Nacho no volvió a jugar ni volvió nunca a entrenar. 25 minutos del segundo tiempo. En cancha de once, en un partido cerrado, el valor de tener un córner a favor se entiende sin eufemismos: es o no es. Fool furioso del cuatro de ellos al Pulga, que la venía gastando pero no venía concretando. Para los córners, Cacucha, el técnico, les había marcado dos o tres jugadas de pizarrón que debían servir para despistar a los rivales en éste tipo de situaciones. Inútil agregar que nunca las aprendieron, a esas jugadas ni a otras en las que se devanaba el coco horas el entrenador consultando manuales de técnicas de fútbol local y europeo, y experiencias que divulgaban otros DT en entrevistas del Gráfico y programas de radio y televisión. Todo para aplicarlas en la cuarta del Social, para hacer ganar al equipo de su vida. En la cancha, adentro de la línea, para los jugadores las experiencias previas, charlas, conocimientos, reproches, se dispararon para otros lugares, cargadas de anécdotas ruidosas y alegres en otro sentido, oootro sentido. Bueno…, ante la consumación de la falta, Juancito fue el que tomó la determinación de hacerse cargo de tirar el córner, hasta pose hizo para ir a buscar la pelota. Cosa rara porque siempre fue respetuoso de las órdenes del cuerpo técnico. Ni siquiera lo miró al Cacucha, que gritaba otras instrucciones y quería que a ése corner lo pateara el Conejo Avellaneda, pero ésta vez la decisión la había tomado el Julito. Encaró para el banderín con el balón bajo el brazo derecho, como dicen los relatores que saben transmitir por radio los partidos de fulbo; decidido, firme, acaso esclarecido. Es pertinente también agregar que en muchas canchas no había banderín, apenas se marcaban las líneas con cal, pero en ésta sí había; otra circunstancia esencial para intentar comprender la importancia de esta historia. Julito se perfiló para darle con la zurda y tirar un centro abierto. Miró con atención el nido del área, y, ahí lo invadió la indecisión. En el área: cinco defensores del otro equipo y cuatro de sus compañeros; el Lucho, la Gata, Juancito y el Pulga. El sabía que si le tiraba el centro alto al Lucho era muy posible que terminara en gol. Pero el Lucho venía muy agrandado desde que en el campeonato pasado hizo seis goles en tres partidos clave y terminó levantándose a la Vero, la hija del presidente del club. O sea… se dijo que no: “si yo tengo el poder de decidir a quién le pateo el córner, al Lucho no se la paso ni bosta, que la vuelva a remar, muchas veces la encontró, pero ahora no, conmigo no”. Esa reflexión, tiempo después, cuando ya no jugaba ni tiraba centros, para Julito fue parte de su filosofía para enfrentar varios avatares de la vida. La Gata: astuto como siempre, fiel a su naturaleza, se entremezclaba entre el cuatro y el seis de los otros a los codazos, siempre ganando a fuerza de golpes, imponiéndose por actitud confrontativa, muchas veces favorecido por juicios inciertos del réfer, pero ahora ya parecía cansado. Levantaba la mano pidiendo el centro, pero era más por espamento que por convicción. Ya estaba en los treintados, sabía, internamente, que podía defraudar al conjunto porque no iba a llegar si se la tiraba alto. “La Gata ya está …, el campeonato que viene no va a ser titular, es al pedo que se lo tire a él, porque no la va a ir a buscar ni a pelear, no, a él no”, sentenció Julito, sabiendo que por ahí no iba a ir la cosa. Le quedaban el Juancito y el Pulga. Sin proponérselo, en el vértigo de las instancias propias del partido Julito estaba ante una jugada clave del encuentro que lo erigió como protagonista, tenía que tirar el córner, con todo lo que eso representaba. El Pulga era el crak del equipo; picante, veloz, astuto, oportuno, le pegaba bien con las dos, carismático con la hinchada, contaba chistes en los entrenamientos, calentaba más minutos que los otros antes del partido, el técnico le daba instrucciones secretas en medio de los partidos, y sabía gritar los goles de una manera ceremoniosa ante la hinchada como nadie; las tenía todas. Pero… se echaba algunos mocos con faltas innecesarias, de puro caliente que también era. Julito no podía arriesgarse a que al Pulga lo echaran por maniatar de manera indebida en el área y dejar al equipo con uno menos. Entonces, tomó su tercera resolución: No; “al Pulga no va a ir este centro”, se dijo, sabiendo los reproches que le iban a llegar al final del partido, pero sólo él estaba ahí y sólo él podía decidir. Lo miró al Juancito. A él dirigiría el centro de ése partido inane. Al Juancito, al tres; al que pegaba como un animal porque no soportaba que el 7 de Alambra siempre lo pasara como a un poste, al que lo habían echado el año pasado hasta desde el vestuario, al que no podía hacer tres jueguitos seguidos, al que no entendía qué era el off side, al que no sabía cómo engrasasar el fulbo, al que se distraía si la Vale, la sobrina del cuidador de la cancha estaba mirando el partido, al que no miraba a la hinchada porque sabía que lo puteaban por lo yerros en el área propia, al que se caía porque tenía los regastados los tapones de los botines, al que la tiraba al fondo del orto cuando le gritaban desde el arco “Sacala”; a ése, Julito sentenció que iba le iba a dirigir el centro. A decir verdad, la decisión la tomó en el momento en el que giró la vista hacia la hinchada propia para contagiarse de ése espíritu ganador y vio a la mamá de Juancito entre la multitud. La podía reconocer porque más de una vez lo había ido a buscar al Juancito cuando no estaba firme en su convicción de jugar y la madre lo invitaba a tomar la leche y ver la tele, no cuento nada que no sepan que pasa en todas las canchas del país. Pero ese día no era uno más. La Laura nunca había ido ni había acompañado al Juancito a ningún partido, como hacían el resto de los padres. Verla esa siesta en la cancha lo conmovió, vaya a saber porqué. Sí comprendió que no importaba el partido, no importaba el resultado, no importaban los hinchas, ni el cuerpo técnico, ni los anunciantes, ni los vendedores de choripán, ni los colectiveros, ni la Vale, ni nada, la nada contundente; era él, el Juancito y su vieja, y a la bosta! Decidido: el centro tenía que ser para Juancito, para que se luciera ese domingo y le sacara una sonrisa a su vieja, tan maltratada por la vida en otras instancias que no vienen al caso. “Vá para vos Juancito”, le gritó, levantando la mano derecha. De zurda buscó el marote del tres, los otros lo reputiaron porque alevosamente estaba violando códigos implacables de equipo, tácticas ya pactadas, ilusiones individuales, pero eso no importaba en ese momento. “Ustedes no entienden nada”, les dijo después, en lo que se suponía era un vestuario, pero no pasaba de tapera. El centro salió pasado. Julito se agarró la cabeza con las dos manos porque sabía que le había de más, Juancito empezó a retroceder rápido para volver a su puesto, los otros tres lo reputiaron con esa furia propia de los despojados de un triunfo certero por culpa de un mal envío no convenido. El técnico se puso las manos en los bolsillos, la hinchada ni dijo uuuhhh, y el juego prosiguió. En definitiva, luego de aquel episodio impropio, para las reglas convencionales de los códigos fútbol, no había pasado nada importante. Excepto que Julito sintió que había ascendido un escalón. Le habían dado el poder de decidir a quién asistir en el juego de la vida, y estaba satisfecho de haber hecho lo correcto. A la noche, en el bar de la Betty, adonde se juntaban todos los domingos después de los partidos, un boló descolocado, como tantos otros de aquella banda que no habían estado en la cancha, pregunto: “Y?…maestro, cómo terminó el partido? El Julito, en paz con la decisión que había tomado, respondió: “Empatamos, pero qué importa?”

jueves, 6 de abril de 2017

Romper vidrios

Uno quiere romper, pero no siempre puede, y cuando ocurre se siente diferente.
Ir, ver, merodear, tentarse, aunque arrepentirse al principio. Así puede describirse esa primera impresión que lo afectó hasta consumar el hecho sin considerar el destino posterior. Una vieja casa grande abandonada, en una terraza fue la escena. Vieja, pero vieja, viejaza. Empezó por entrar al patio desolado, no había plantas, ni macetas, ni faroles, nada como suele decirse, ni siquiera telarañas. Imaginó que por allí pudieron pasar miles de personas con miles de historias en más de ochenta años, qué se yo…, tantas anécdotas como quienes pasaron por el lugar y sus alrededores. A medida que pasaban los minutos perdió la dimensión de los tiempos y no pudo seguir reconstruyendo lo que su imaginación le iba señalando hasta que decidió volver, como un angelito, a su casa, pero con la idea fija. Otro día se atrevió a entreabrir una ventana y animarse a ver que podría haber en el lugar. Era una casa grande, no llegaba a casona porque no tenía patio verde, pensaba entonces, pero ya le había ganado la curiosidad por ver más, agudizar la observación, agrandar el porqué tenía que seguir. Sólo no se animaba a entrar al lugar, así que buscó a un amigo para hacerlo cómplice de la aventura/travesura y daño posterior, definitivo. Pactaron el día en secreto y por una ventana ya marcada entraron a la casa. Con temeroso cuidado empezaron a recorrerla y a descubrirla, con una candidez infantil que luego pasó a ser conducta dolosa sin castigo eficiente. En el interior de la casa no había nada, pero nada de nada. No llegaban a imaginar cuándo se habrían llevado todo, ni cuánto, ni qué hubiera habido, pero no podían parar un frenesí irrefrenable de ocurrencias propias en esa edad. Tocaron las paredes, las puertas y sus marcos de madera para calcular la temperatura de sus palpitaciones nerviosas mientras caminaban con sigilo, quizás esperando un hecho o aparición infausta, pero no pasó nada paranormal. Patearon algunas piedras que había en el piso, con cuidado de no hacer ruido y alertar a vecinos quisquillosos. Cómplices en esa historia que siempre mantuvieron en secreto -hasta hoy- en silencioso código de barrio pergeñaron el desenlace. La casa, más allá del enigma indescifrable del resto de la banda, era de ellos. Estaban seguros de que nadie iba, lo habían constatado en varias irrupciones; apenas algunos gatos hambrientos que atravesaban por el patio para cruzar a otra vivienda. La cuestión principal de la justificación de esta narración fue ésta: tenía que ser a la tardecita, cuando el ruido del paso de los autos y colectivos amortiguaban los sonidos menos trascendentes de las casas y los negocios aledaños. El objetivo: terminar con todo, no debía quedar nada a medias, nada. Se vistieron para la ocasión, con buzos de mangas largas y pantalones largos también, y las zapatillas con las suelas más duras que tenían para evitar dejar señales inexcusables en sus cuerpos. “Bueno, empezá vos, - no… dale vos” se desafiaron, pero, en realidad, no se dieron tiempo para discutir inútilmente. “Vos aquella, a mí déjame ésta”, y comenzaron la ceremonia. Aquellas piedras que habían pateado la primera vez que entraron en la casa, se convirtieron en proyectiles infalibles que no dejaron ninguno a salvo. “No quedó ninguno”, se confesaron con orgullo. La sensación de adrenalina, ahora aprendieron a definir esa situación de entonces, los volvió seres insaciables, elefantes en un bazar, bestias descarriladas en la selva, vampiros en un banco de sangre, cangrejos en una playa de Panaholma. El ruido de los impactos, exactos y precisos, en cada uno de los vidrios de todas las ventanas y puertas de la casa, menos los del frente, obvio porque daban a la calle; les provocaba un éxtasis indescriptible. Cada estallido representaba un sueño incumplido, una materia pendiente, la señal de los desafíos por venir, el porqué de los no sé porqué, pero así se sentía. Como tirarse en un parapente con los ojos cerrados, hacer un salto en garrocha de tres metros, tirarse de un trampolín de nueve metros de cabeza, acelerar un karting en bajada a 20 kilómetros, tocar el timbre de la casa de la vieja más enculada de la cuadra, entrar al cementerio abandonado de noche, robarle caramelos al gordo del kiosco; en fin, eran todas esas sensaciones juntas hechas triza, literalmente: trizas. No parecía, pero la “travesura” los hizo terminar agitados. Nunca imaginaron cuánta energía les podía consumir esa aventura a la que se habían dado sin medir las consecuencias. Muchos años después, recordada como anécdota; y luego de atravesar distintas experiencias en el transcurso de sus vidas, aquella infantil historia les resultó aleccionadora. Uno quiere romper vidrios para atravesar sensaciones extremas, pero no siempre se puede. Cuando ocurre; uno se siente diferente. Ahora, sólo, puso las manos en los bolsillos delanteros del vaquero, miró al cielo que estaba nublado y se fue caminando para el otro lado de aquella vieja casa, de la que hoy, desconoce, qué suerte tuvo luego de aquella travesura.