jueves, 15 de marzo de 2012

Ongamira, territorio de misterios y energía

“Diego no conocía la mar. El padre, Santiago Kovadloff, lo llevó a descubrirla. Viajaron al sur. Ella, la mar, estaba más allá de los altos médanos, esperando. Cuando el niño y su padre alcanzaron por fin aquellas cumbres de arena, después de mucho caminar, la mar estalló ante sus ojos. Y fue tanta la inmensidad del mar, y tanto su fulgor, que el niño quedó mudo de hermosura. Y cuando al fin consiguió hablar, temblando, tartamudeando, pidió al padre: "¡Ayúdame a mirar!" (Eduardo Galeano.)


Una emoción semejante viví la primera vez que pude ver el valle de Ongamira desde la Puerta del cielo. Un paisaje inmenso, atrapante, encantador. Un abanico de verdes que parece inexplicable por lo agreste que resulta el camino y esas inmensas formaciones de rocas rojas, una de las maravillas naturales de Córdoba. Ongamira fue mar.
Para descubrir el lugar lo mejor es hacerlo por la Puerta del cielo. Se llega allí a través de Santa Catalina, desde donde se desprenden dos caminos que pasan por pequeños parajes serranos que también encierran encantos particulares. Después de recorrer la imponente iglesia y su tajamar se puede llegar pasando por Colonia Hogar, San Peregrino y Todos los Santos.

El otro camino se lo encuentra pocos metros antes de llegar a la iglesia, hacia la derecha que lleva a Aguas de las Piedras y Cañada de río Pinto, en donde se puede hacer parada en las refrescantes ollas de sus ríos, visitar su capilla y reaprovisionarse en una típica despensa serrana. Poco más de media hora y ya en Ongamira, el ambiente y los paisajes te transportan a otra dimensión, donde te cruzás con visitantes, turistas y lugareños que saben perfectamente que viven en otro mundo.

Un primer y obligado paseo por las grutas, desde donde doña Supaga empieza a abrir las puertas de ese universo que encierra y sugiere mucho más que las clásicas postales de promoción que suelen identificar al lugar. Ya estás en Ongamira.
Armar la carpa en el complejo del Parque Natural es empezar a experimentar una experiencia única, irrepetible. Empezás a relajarte y a imaginar que vas a vivir una de las sensaciones más conmovedoras: mirar el inconmensurable cielo estrellado acostado sobre el pasto, o en una deesas grandes piedras que con las sombras dibujan imágenes inquietantes y abrasadoras. Tan cerca están las estrellas que podés estirar la mano convencido de que las vas a atrapar como si fueran granos de maíz. Irte a dormir en esa condición merece la experiencia y ese gozo.
A la mañana temprano te pueden despertar el canto de algunos pájaros, el grito de algún gallo o el mugir de alguna vaca que se replica en todo el valle. Una humedad intensa que se desvanecerá a las pocas horas será tu refresco vital.
Colchiquí.
Por mucho tiempo lo denominaron el cerro maldito, después fue Charalqueta como lo nombraban los antiguos pobladores del lugar.


“La historia se remonta a la época de la conquista de Córdoba. Ante el avance de los conquistadores los antiguos pobladores de la región, los comechingones, no pararon hasta matar en 1574 al capitán Blas de Rosales, primer encomendero de Ongamira , y compañero de aventuras de Jerónimo Luis de Cabrera. Así frustraron sus planes de consagrar la zona al cultivo de caña de azúcar y a la extracción de minerales. Según la tradición, los indios se refugiaron en lo alto del cerro Charalqueta, que les servía de oratorio. Desde allí, fuera del alcance de los arcabuces, se divirtieron burlándose del piquete punitivo. Pero los enfurecidos españoles rodearon el peñón y, por el poniente, dieron con la manera de asaltar las alturas a caballo. La refriega acabó en una impiadosa matanza, que apagó para siempre la resistencia nativa. Algunos de ellos, inclusive se despeñaron desde las alturas para no caer bajo el poder de la conquista. A consecuencia del desastre, los comechingones dejaron de venerar el cerro y lo rebautizaron Colchiqui (por Chiqui, el dios de la fatalidad”. (
Es tiempo, hora, de ascenderlo. Es temprano, la línea entre el crepúsculo y la claridad. Conviene subirlo a pie, bien temprano en la mañana, porque cuando el sol empieza a calentar las piedras el lugar es inclemente. Se trata de un ascenso de una hora y media que a medida que se avanza ofrece paisajes imponentes, largos, anchos, profundos. Períodos de meditación, de compenetración con esas vistas y con esa historia que en el silencio profundo de la caminata intimidan. Planicies verdes en temporada de lluvias; y amarronadas en invierno, con un viento frío y riguroso. Estamos a 1.650 metros de altura. De subirlo bien temprano, se garantiza además el espectáculo inigualable de cóndores sobrevolando tu solitaria presencia en señal de resguardo o de custodia.

Verlos volar debajo de la cima en la que estás contemplando esa inmensidad te vuelve por momentos pájaro quieto, agraciado espectador, alma viva en las alturas.
El peñasco mayor desde donde se divisa una enormidad redonda inevitablemente remonta a quien conozca la historia, a esos momentos trágicos que terminaron con centenares de indios y sus familias, arrojados al vacío ante la posibilidad de perder su libertad.

En cada visita, Ongamira encierra misterios y sorpresas, lejanías y una memoria viva de la que no podes pasar de largo, aunque te parezca que estás detenido en el tiempo.