lunes, 1 de septiembre de 2014
Santa Patricia
Santa Patricia
Patricia era su nombre.
La descubrí al verla caminar con el paso intenso de las mujeres que viven a la velocidad de las hormigas en temporada, es decir…: con un hormiguero en el culo, como le dicen.
Esas mujeres te dejan la impresión de que siempre tienen algo por hacer y que el tiempo nunca les alcanza.
Ese fragor las hace distintas, por eso te llaman la atención.
Además, tenía un rostro agradable, una mirada entradora, gestos delicados, buen culo, … pocas tetas.
Nunca conocí a una mujer con todos los atributos juntos, y las que ví, y me gustaron nunca me conocieron, pero creo me estoy yendo de contexto.
Fue una tarde, en la ferretería del pueblo.
Ella, después lo supe, era diseñadora de interiores, y se ganaba la vida vendiendo diseño y publicidad para una revista de turismo.
Yo era, entonces, un experto en mantenimiento de parques y jardines, aunque todos me conocían como “Luisito”.
Así las cosas cualquiera podría pensar: porqué dos personas de extracciones sociales y culturales tan distintas llegarían a conocerse en una ferretería de pueblo e imaginar que se daría una futura historia de amor, sufrimiento, pasión y desgano.
Sin embargo, ese encuentro tiene muchas explicaciones, digamos, más prácticas.
Simple: el dueño de la ferretería quería hacer publicidad en una revista un nuevo modelo de desmalezadora Sthil, algo así de fs 500, qué se yo.
Ya les conté que ella hacía ese trabajo: vender publicidad para una revista, y yo, sudar la gota gorda en parques, praderas y grandes loteos a la hora de la siesta.
Mientras escuchaba la conversación entre el dueño de la ferretería y Patricia, con discreción, pero también con determinación, me acerqué, y dije: “Los productos Sthill son los mejores, consumen poco combustible, tienen durabilidad y su garantía es segura, además de contar con varias bocas de reparación oficial en Córdoba, Villa Allende y en Jesús María”. Ahora que lo escribo me parece que no fui yo el que dijo eso, pero lo dije.
Jorge me miró con sorpresa: “Hola Luisito, ya estoy con vos”. Sentí que me ponía una montaña de distancia, a pesar de que al otro día volvería ser el Luisito que conoce desde niño. Mientras divagaba sobre estas cuestiones, ella interrumpió: “No…, espere, lo que dijiste es muy importante y puede servir para la publicidad: garantía, bajo costo, atención. Perdón, me llamo Patricia, vos trabajás con estas máquinas?”. Le dije que sí, que tenía una pequeña empresa de preservación de áreas naturales y parques cerrados, que había aprendido el oficio de mi padre, y que me perfeccioné con asesores de complejos habitacionales de medianas dimensiones en la periferia de la capital, hasta que conseguí algunos contratos en casas de countries.
Jorge permaneció un minuto y medio callado durante la conversación, hasta que decidió atender a otra clienta que acababa de ingresar al comercio.
Una vez escuché a Dolina, Alejandro, el del programa de radio que lleva a miles de personas y el del libro Crónicas del Angel Gris, y Lo que le costó el amor de Laura, que todo lo que hacemos los guasos es sólo para conquistar minas.
Eso fue lo que me propuse esa tarde en la ferretería, qué no, ni no.
Es en esos momentos en que nos justificamos el porqué del porqué de lo que, a veces, hacemos, sabiendo que nada vamos a conseguir.
Entonces supe que a ella también le gustaban las plantas y los jardines, que adoraba la vida en la naturaleza, el verde, las montañas, las grandes casas sin patios, que le fastidiaba la falta de espacios para que los perros puedan jugar con los niños, y veneraba los cumpleaños de ahijados con muchos chicos correteando alrededor de un pino.
Y yo, a todo asentía con gesto exagerado, cuando sólo pensaba: “Te parto en ocho”.
Por suerte siempre supe disimular mis pensamientos, así que no eché a perder de manera inane esa oportunidad.
Retorné a la situación y dije: “Respecto a la Sthill te puedo asegurar que se vende sola, las marcas traccionan por sí solas y, aunque no necesitan publicidad, jerarquizan a quien las vende. Si te hace falta una foto la podemos producir en uno de nuestros trabajos, y yo puedo posar como modelo”, bromée, sabiendo que estaba yendo al fondo del hueso.
Sonrió con firmeza y terminó de conquistarme.
Me dijo “nos vemos”, pero no se despidió.
Encaró hacia la caja y se puso a conversar con Jorge.
A la final yo me había olvidado para qué había ido a la ferretería. Con disimulo hurgué por estantes de productos de limpieza, de plomería, de pesca, pinturas misteriosas, termos de aluminio, adornos de cocina, lampazos, hasta que me paré frente a los cajones de tornillos y arandelas.
Se acercó uno de los hijos de Jorge y me preguntó: “Luisito, qué te hace falta?”, “Una tuerca de medio y una arandela para ajustar una pieza de la máquina de cortar pasto”, le dije, al pedo, porque no necesitaba nada. “Algo más?”, insistió, “No…, qué te debo”, “Nada, llevalas”, “Bueno, gracias”, agradecí, todo al reverendo pedo y los dos sabíamos.
Cuando tomé la bolsita y me dí vuelta, ella, la Patricia ya no estaba.
Ni siquiera se despidió, o si lo hizo no la escuché, y si lo hizo y no la escuché quedé como un tremendo pelotudo. Ahora que lo pienso me remuerdo.
Pero siempre es al pedo.
Siempre echando moco, cómo no me dí cuenta?,
Ella quería despedirse o pedirme algún consejo y yo concentrado en una puta tuerca y una reputa arandela que no necesitaba ni tampoco quería.
Acababa de perder a la mujer que por años había soñado, así, así.
La tuve a la distancia de una tuerca y no pude tomarla.
Me toco los bolsillos para ver si tengo las tuercas y la arandela, y ni la bolsita está, seguro me la olvidé en la estantería. Otra vez lo mismo.
Tonto de toda tontería, me perjuro que ya no volveré a esa ferretería, pero sé que es al pedo.
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