jueves, 6 de abril de 2017
Romper vidrios
Uno quiere romper, pero no siempre puede, y cuando ocurre se siente diferente.
Ir, ver, merodear, tentarse, aunque arrepentirse al principio.
Así puede describirse esa primera impresión que lo afectó hasta consumar el hecho sin considerar el destino posterior.
Una vieja casa grande abandonada, en una terraza fue la escena. Vieja, pero vieja, viejaza.
Empezó por entrar al patio desolado, no había plantas, ni macetas, ni faroles, nada como suele decirse, ni siquiera telarañas.
Imaginó que por allí pudieron pasar miles de personas con miles de historias en más de ochenta años, qué se yo…, tantas anécdotas como quienes pasaron por el lugar y sus alrededores.
A medida que pasaban los minutos perdió la dimensión de los tiempos y no pudo seguir reconstruyendo lo que su imaginación le iba señalando hasta que decidió volver, como un angelito, a su casa, pero con la idea fija.
Otro día se atrevió a entreabrir una ventana y animarse a ver que podría haber en el lugar.
Era una casa grande, no llegaba a casona porque no tenía patio verde, pensaba entonces, pero ya le había ganado la curiosidad por ver más, agudizar la observación, agrandar el porqué tenía que seguir.
Sólo no se animaba a entrar al lugar, así que buscó a un amigo para hacerlo cómplice de la aventura/travesura y daño posterior, definitivo.
Pactaron el día en secreto y por una ventana ya marcada entraron a la casa.
Con temeroso cuidado empezaron a recorrerla y a descubrirla, con una candidez infantil que luego pasó a ser conducta dolosa sin castigo eficiente.
En el interior de la casa no había nada, pero nada de nada.
No llegaban a imaginar cuándo se habrían llevado todo, ni cuánto, ni qué hubiera habido, pero no podían parar un frenesí irrefrenable de ocurrencias propias en esa edad.
Tocaron las paredes, las puertas y sus marcos de madera para calcular la temperatura de sus palpitaciones nerviosas mientras caminaban con sigilo, quizás esperando un hecho o aparición infausta, pero no pasó nada paranormal.
Patearon algunas piedras que había en el piso, con cuidado de no hacer ruido y alertar a vecinos quisquillosos.
Cómplices en esa historia que siempre mantuvieron en secreto -hasta hoy- en silencioso código de barrio pergeñaron el desenlace.
La casa, más allá del enigma indescifrable del resto de la banda, era de ellos.
Estaban seguros de que nadie iba, lo habían constatado en varias irrupciones; apenas algunos gatos hambrientos que atravesaban por el patio para cruzar a otra vivienda.
La cuestión principal de la justificación de esta narración fue ésta: tenía que ser a la tardecita, cuando el ruido del paso de los autos y colectivos amortiguaban los sonidos menos trascendentes de las casas y los negocios aledaños.
El objetivo: terminar con todo, no debía quedar nada a medias, nada.
Se vistieron para la ocasión, con buzos de mangas largas y pantalones largos también, y las zapatillas con las suelas más duras que tenían para evitar dejar señales inexcusables en sus cuerpos.
“Bueno, empezá vos, - no… dale vos” se desafiaron, pero, en realidad, no se dieron tiempo para discutir inútilmente. “Vos aquella, a mí déjame ésta”, y comenzaron la ceremonia.
Aquellas piedras que habían pateado la primera vez que entraron en la casa, se convirtieron en proyectiles infalibles que no dejaron ninguno a salvo. “No quedó ninguno”, se confesaron con orgullo.
La sensación de adrenalina, ahora aprendieron a definir esa situación de entonces, los volvió seres insaciables, elefantes en un bazar, bestias descarriladas en la selva, vampiros en un banco de sangre, cangrejos en una playa de Panaholma.
El ruido de los impactos, exactos y precisos, en cada uno de los vidrios de todas las ventanas y puertas de la casa, menos los del frente, obvio porque daban a la calle; les provocaba un éxtasis indescriptible.
Cada estallido representaba un sueño incumplido, una materia pendiente, la señal de los desafíos por venir, el porqué de los no sé porqué, pero así se sentía.
Como tirarse en un parapente con los ojos cerrados, hacer un salto en garrocha de tres metros, tirarse de un trampolín de nueve metros de cabeza, acelerar un karting en bajada a 20 kilómetros, tocar el timbre de la casa de la vieja más enculada de la cuadra, entrar al cementerio abandonado de noche, robarle caramelos al gordo del kiosco; en fin, eran todas esas sensaciones juntas hechas triza, literalmente: trizas.
No parecía, pero la “travesura” los hizo terminar agitados.
Nunca imaginaron cuánta energía les podía consumir esa aventura a la que se habían dado sin medir las consecuencias.
Muchos años después, recordada como anécdota; y luego de atravesar distintas experiencias en el transcurso de sus vidas, aquella infantil historia les resultó aleccionadora.
Uno quiere romper vidrios para atravesar sensaciones extremas, pero no siempre se puede. Cuando ocurre; uno se siente diferente.
Ahora, sólo, puso las manos en los bolsillos delanteros del vaquero, miró al cielo que estaba nublado y se fue caminando para el otro lado de aquella vieja casa, de la que hoy, desconoce, qué suerte tuvo luego de aquella travesura.
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