lunes, 26 de noviembre de 2012

El Pantano, el festival en que se comparte la alegría

A seis kilómetros del Cerro Colorado en dirección a Caminiaga, asoma el paraje El Pantano, un muy pequeño caserío con todas las características de esos lugares donde prevalecen los ranchos, las taperas, y ese bosque tan exclusivo del norte cordobés. Grandes algarrobos, matas, palmas carandí, talas, espinillos y otras especies propias del lugar, adornan un camino de tierra que por algunos tramos es atravesado por los arroyos El Pantano, que luego se convierte en Los Tártagos y llega con manso caudal al cerro. En ese mismo lugar que atesora historias de campo y paisanada, todos los fines de semana del día de la Tradición, se desarrolla uno de los festivales más particulares y acogedores del país: el de El Pantano.
“Esta fiesta surgió de repente hace 13 años. Fue algo muy rápido, y a partir de una hermosa amistad con una maestra santafesina que conoció el lugar y luego volvió con sus alumnos, algunos padres y amigos. Se armó una gran reunión que se viene repitiendo todos los años con mucha más gente que llega de todo el país”, me cuenta, Ramón Bustos, el dueño del lugar en donde se desarrolla el festejo. Ramón sufre de mal de Parkinson, sin embargo nada le impidió salir adelante, y ser el espíritu y el esfuerzo de este festival.
“Aprovecho estos encuentros para reafirmar que la amistad es algo fundamental, y medicina para muchas cosas. Aquí nos reencontramos con las cosas simples de la vida”, añade Ramón, emocionado mientras cuenta y mira todo lo que sucede a su alrededor. Me agrega que El Pantano era el nombre de una de las viejas casas del lugar. El rancho de Ramón es conocido como el Puesto de los Bustos, y allí funcionó el boliche La Serranita, que Atahualpa Yupanqui retrató para la eternidad. Por el cerro de las cañas, Iba cantando un paisano, Despacito y cuesta arriba, Y en dirección del pantano. Cuando dio con el carril, Divisó una lucecita, Está de fiesta el boliche, Que llaman La Serranita. Lindo es ver fletes atados, Con la lonja palenquera, Y sentir una guitarra, Tocando la chacarera. Chacarera del pantano, Que me despierta un querer, Los paisanos zapateando, Mi caballo sin comer. Un criollo miraba al campo, Pidiendo al cielo que llueva, Y se queda mosqueteando, Como vizcacha en la cueva. Sirva vino doña Rocha, Sirva otra vuelta patrona, Ya se siente el olorcito, Del asau de cabrillona. Sirva vino doña Rocha, No me lo quiera cobrar, Con gatos y chacareras, Se lo hei saber pagar. Hoy, en ese lugar se monta el singular encuentro con la instalación de una gran carpa en donde se comparte la comida, charlas, presentaciones de libros, y la vida fluye en las costumbres sencillas que la mayoría de los asistentes perdemos en nuestros lugares de origen o de trabajo.
Afuera artesanos y productores dan forma a una improvisada feria, las familias se instalan en sus carpas y muchos llegan en casas rodantes durante los dos días que dura el festival. Los niños corren, juegan, se reconocen. Los grandes aspiramos ese aire con la seguridad de que es absolutamente sano. En el pequeñito ranchito original de piedra, adobe y paja se ofrece una muestra de fotos y objetos de los antiguos pobladores del caserío. En las lomas que rodean el lugar flamean las banderas de Argentina y de los Pueblos originarios, no en vano es esa elección. “El boliche La Serranita era el lugar de distensión de don Atahualpa en donde se juntaba con la paisanada. Acá se armaban las guitarreadas y los gauchos hacían el asado de cabrillona, una costumbre que en este festival tratamos de recuperar”. Por el escenario natural que se montó en una de las lomas desfilan artistas de la zona, casi todos desconocidos. El espíritu es reunir a la gente, compartir la amistad y reencontrarse con las raíces originarias de nuestros pueblos antiguos. No se trata de un festival que procura atraer a multitudes con artistas famosos, es todo lo contrario.
El nombre que le pusieron al escenario, es también toda una declaración de principios: El Aromo. “Nadie sabe cómo sufre este arbolito en sus raíces, pero hace flores de sus penas”, me revela Ramón, que también vive sus días de esa manera. “Hay que estar un poco loco para armar esta fiesta y venir desde muy lejos para pasar dos días con el rigor del frío y ninguna comodidad, pero hay muchos locos que compartimos este hermoso sueño. Creo que el secreto es comprender que la alegría si no es compartida, no es alegría”
Un amigo que hice en el lugar, después de contarme algunos secretos de las tradiciones que se comparten me dijo: Vas a poder decir que estuviste en El Pantano, como quien sabe con certeza que asistió a un hecho maravilloso.

miércoles, 21 de noviembre de 2012

Los 75 de Caminito

A Río Ceballos se le reconocen en su historia varios mojones: el Cristo de Ñú Porá, los Pozos Verdes, el ex cine Coliseo, la confitería El Colonial, el dique La Quebrada, los 7 vados y, Caminito Serrano. Desde hace más de siete décadas este conjunto filodramático es sinónimo de teatro popular y picaresco en las Sierras Chicas. Creado a partir de una reunión de amigos con el objetivo de hacer teatro vocacional, en éstos 75 años numerosas familias tradicionales aportaron actores a los sainetes o comedias que siempre se presentan a sala llena. En todos los casos las recaudaciones de la venta de entradas es a beneficio de distintas instituciones de Río Ceballos. Caminito Serrano nació el 12 de octubre de 1937, bajo la dirección de Pedro Migliavacca que permaneció en esa función durante 25 años. Sus primeros integrantes fueron Dora de Tonelli, María Fredes, Elvira Migliavacca, Teresita Vilar, Pedro Migliavacca, Antonio Tavella, Mario Migliavacca, Pedro Papi, Domingo Vallaro y Pablo Villar. También Margarita Bozoli y José Bozoli, quienes colaboraron en la pintura de los telones. En esa oportunidad presentaron la obra El jardín de la vida.
Luego se hizo cargo de la dirección Antonio Tavella, hasta su muerte en 1989. Desde entonces tomó la posta en la dirección del conjunto, su hijo, Víctor Hugo. La raíz del grupo es la gente común que integra sus elencos. El comerciante, un ama de casa, un estudiante, un mozo, un plomero, algún funcionario, un niño, desempleados, bohemios, aventureros o jubilados, por una noche se convierten en celebrados actores, mágicos vecinos. Desde la elección de las piezas hasta el estreno, los integrantes se ocupan del vestuario, la escenografía, los decorados, la venta de entradas y la ambientación de la sala. A pesar del éxito que obtienen en cada puesta el grupo nunca perdió el carácter vocacional y solidario, ni tampoco alguno de sus integrantes emprendió carrera en el ámbito artístico de la actuación. Aunque fueron invitados a presentarse en otras provincias, el grupo sólo actuó en localidades vecinas como Salsipuedes, La Calera o Villa Allende.
“Caminito Serrano tiene un duende especial porque siempre hay gente nueva que debuta y transmite esa alegría al resto de los compañeros y espectadores. Debe ser uno de los pocos grupos en el país que sostiene este género teatral, además de uno de los pocos casos en el país con tanta permanencia”, cuenta Víctor Tavella, el heredero que conduce esta tradición. En el transcurso del tiempo, el conjunto fue declarado de interés municipal, se le colocó su nombre a la única sala de teatro de la ciudad y también a una calle. Actualmente está integrado por: Omar Martínez, Juan Dinca, Zulema Tavella, María Cristina Rivas, Hugo Paz, Oscar Crespo, Antonio Rocchia, Laura De Paris, Mirta Peretti, Juan Oshiro y Angel Armagno. Completan la agrupación las apuntadoras Stella Ferrari y Gloria Ríos.
Para celebrar estos 75 años, el sábado 8 de diciembre repondrán la obra Dos señores atorrantes, en la sala de biblioteca popular Sarmiento, a partir de las 22.

martes, 6 de noviembre de 2012

Territorios de personajes

Mientras la mayoría de nosotros vivimos pendientes de nuestras rutinas, oficios y trabajos, muchas personas, por instantes se convierten en personajes que viven una realidad, diametralmente distinta a las nuestras. Seguro tienen sus problemas, sus angustias, sus incertidumbres, pero encuentran puntos de fuga que los ayudan a vivir con sensaciones distintas. Aquí, les comparto cinco historias que publiqué en distintos medios, y que por las recomendaciones y los comentarios de los lectores, lograron perforar esos universos diarios que nos mantienen disconformes con nuestros territorios convencionales.
Rubén Vergara, el letrista de Salsipuedes
Daniel Lucca, el chico grande que mantiene la afición de los radioaficionados
Sergio Lartigue, el repartidor de volantes de Río Ceballos
Cristian Torosian, el empresario que se convierte en mago solidario
Carlos Leonangeli, el yuyero de las sierras En su casa del barrio El Pueblito de Salsipuedes, Carlos Leonangeli reconoce que es feliz. Mira por la ventana un día lluvioso y festeja la humedad que le ayudará a desarrollar sus plantas. En su vivero cuenta con más de 450 especies, que aprendió a combinar para llevar alivio a muchas personas. Se autocalifica como naturópata. “Las plantas nos dan todo”, afirma. Carlos quedó viudo hace más de 10 años, tiene varios nietos, vive solo y la casa que habita le ha quedado enorme. Sin embargo, reconoce que desde hace casi dos décadas su vida cambió, para bien, añade. En 1985 tuvo una grave crisis de salud que lo llevó al borde de la muerte. Era contador de una importante concesionaria de autos, tenía recursos, posibilidades económicas y atención médica de privilegio. Sin embargo, a los profesionales que lo atendían se le “quemaron” los libros y no consiguieron dar con el diagnóstico certero de la enfermedad que lo aquejaba. Fue entonces que se topó con el fenómeno que le cambiaría su vida, y también su enfermedad, las plantas y las hierbas medicinales. “Después de peregrinar por consultorios, clínicas y hospitales sin ningún resultado, decidí abandonar todo y buscar alguna solución en Cuba. Tuve la suerte de poder viajar y comenzar nuevos tratamientos que me ayudaron a mejorar, y fundamentalmente a aprender la importancia de las plantas”, cuenta Carlos, en lo que hoy se ha convertido en una especie de consultorio por el que pasaron miles de personas en estos últimos 15 años, en busca del alivio que no encontraron en las drogas de la medicina convencional. Así, de ser angustiado contador, pasó a tratar directamente con la naturaleza. “Después de muchos años aprendí a entender los prospectos de los remedios convencionales, que jamás hablan de curar, sino de aliviar, efecto que con el tiempo se vuelve contrario, porque el paciente se vuelve dependiente, y a medida que el tiempo pasa pierde efecto, y termina siendo rehén”, cuenta. A medida que se distanciaba de los tratamientos médicos, comenzó a escucharse a sí mismo y a su cuerpo. “Empecé a instruirme en conocimientos de medicina, propiedades de las plantas, terapias psicológicas y desde allí mi vida cambió. Me mudé a este lugar, y mis tiempos cambiaron radicalmente, estabilicé mi cabeza, aumenté 10 kilos, me doy tiempo para disfrutar de mis hijos y mis nietos, y me animé a desarrollar este centro de estudios de fitomedicina y antropología médica”, relata. Su método de atención se basa en la situación del sistema nervioso central y el aparato digestivo de las personas que lo consultan; y el tiempo que le dedica a cada uno para tratar de desgranar la causa de la dolencia que les aqueja. “La mayoría de las veces nos enfermamos por emociones”, describe. A partir de su diagnóstico les sugiere infusiones, tés, tisanas con plantas que cultiva en su propio herbario y que él mismo prepara, en algunos casos en combinaciones. “Las plantas sirven para regular y activar las reacciones en nuestros cuerpos, y posibilitan una mejor acción terapeútica, y menos dañina”, explica. En el herbario el 65 por ciento de las especies corresponde a plantas de la zona, un 25 por ciento de la zona de traslasierra, y el resto corresponde a hierbas importadas. “Cuando comencé con este desafío me nutrí de los conocimientos de un médico naturista peruano (Juan Carlos Alaniz)”. Una vez instalado acá corroboraba los efectos de las plantas con el uso que le dan los lugareños, y así fue desarrollando este método. “Hay que desarrollar una sensibilidad para descubrir la vida secreta de las plantas, sus ciclos, sus características, sus propiedades. Nos dan todo, y no son drogas ni están para adorno”. Así adoptó esta filosofía de vida el yuyero de El Pueblito, y es feliz.

martes, 14 de agosto de 2012

Cascadas

Soñé que caminaba por senderos que me abrazaban con árboles, piedras, y pequeños arroyos que me conducían hacia una cascada con agua fresca. Entremedio las sombras de los árboles, la humedad creciente y la vegetación profusa me hacían confundir la hora en la que estaba atravesando esos senderos.
También soñé con subidas dificultosas entre ramas y piedras, soleados paisajes, cantos de pájaros y frescura vegetal. En realidad no eran sueños, sino recuerdos de pequeñas experiencias recorridas en mis Sierras Chicas. Los Hornillos Es uno de los saltos más atractivos de la zona. Hay que llegar a los pozos verdes por la margen izquierda del paredón del dique La Quebrada, y emprender una caminata de unos 45 minutos, cruzando el arroyo, pisando piedras, embarrándote en distintos cruces y peldaños.
Es recomendable emprender el recorrido por la parte alta de los Pozos Verdes para ver el zigzagueo del arroyo desde arriba y contemplar un paisaje que transmite armonía y tranquilidad. Ya en el curso del arroyo el sonido del golpe de las pequeñas olas que se forman a partir del choque con las piedras es encantador. La dimensión enfrentada con la rutina de nuestras actividades cotidianas.
Más cruces por el río entre piedras, sensación de aventura. La llegada a la olla principal y el salto resulta un premio a un mediano esfuerzo físico que nunca deberíamos abandonar. Los lugareños le agregan a esta visita el ascenso a la olla del puma, que es un sitio de indiscutible belleza y tranquilidad, además de que ofrece un espejo de agua incomparable para disfrutar en temporada. Bamba Hay una historia que conocer antes de llegar a esta cascada: la leyenda del indio Bamba. Ese mestizo que raptó a una mujer de la alta sociedad cordobesa como ocurre en las novelas de Florencia Bonelli. Fueron perseguidos, tuvieron hijos y él murió de manera trágica cayendo en esas aguas. Para acceder a esta cascada hay que llegar a la estación de Bamba en La Calera. Hacer una primera escala en el bar de Beto, siempreeee!!! y recorrer algunos metros a pie por la vías del ferrocarril que hoy utiliza el Tren de las Sierras.
A mano izquierda, en donde se advierten unas viejas ruinas hay que saltar un alambrado y emprender el recorrido a través de un sendero típico de nuestras sierras. La vegetación es atrapante, el agua completamente cristalina y las sombras de los árboles y las piedras te transportan a un paisaje de ensueño. Cómo no tejer historias o inventar leyendas en ese lugar?.
La primera impresión de la cercanía de la cascada te puede hacer incurrir en una equivocación. Es que justo antes del salto principal, otra caída de caudalosas dimensiones te hace pensar que llegaste. Pero aún falta un ascenso de casi 90 grados que te depositará en la pequeña olla y el salto que pocos llegan a conocer. Desde los rieles hasta el salto se deben caminar unos 50 minutos con exigencia media. Como en Los Hornillos, existe un sendero, muchas veces tapado por las malezas, que conduce arriba y ofrece otros encantos.
Aunque el caudal de la cascada no es tan impactante como otras, el recorrido para encontrarla es una aventura indiscutible. Los Cóndores Es quizás, junto a la de Bamba, una de las que ofrece mayor riqueza de vegetación. Para quienes vivimos en una ciudad semiurbana, esto es una selva. Paisajes que cambian de color según las sombras y la hondura de los árboles que llegan a taparlo todo. Pequeñas ollas intermedias a modo de piletas naturales con agua semicálida. Los helechos más lindos del mundo están acá, aunque alguien pueda sostener lo contrario.
Para llegar a la olla y el salto principal hay que atravesar una “noche” de piedras, árboles y agua fría que contrasta con el sol abrasador que podremos mirar una vez sentados en uno de los troncos desde los que se disfruta la cascada y, de fondo, la clásica postal de loma serrana.
El baño en sus aguas ofrece un refresco incomparable.
La vuelta se convierte en una fiesta entre frutales y cantares cadenciosos del arroyo, caballos a los costados y algunos baquianos que disfrutan ciertamente de esas bellezas cada día. Los Guindos De todas las cascadas de esta parte de las sierras de Córdoba es, quizás, una de las pocas que casi no derrama agua en su caída. Algo tendrán que ver las estancias reacondicionadas sobre el nuevo camino de El Cuadrado y los desvíos del curso natural que la abastecía aguas arriba. Para encontrarla hay que llegar hasta Colanchanga, pasar El Ombú y el Nido Gaucho, dos abastecimientos tradicionales del sector, y desviar por el camino que va a la izquierda apenas se pasa esa segunda pulpería.
Un sendero te conducirá hasta la caída de agua en medio de otra vegetación amigable y sorprendente. Se puede ascender a su curso por un sendero que está a la derecha y observar la típica vegetación serrana en contraste con el sol y las sombras. Aconsejo llevar un libro o una revista para leer mientras reposas en una de las piedras que está al pie de la cascada, la tranquilidad es trascendente en un lugar al que pocos llegan. La Estancita El salto de La Estancita es, quizás, el más fácil de acceder. En auto se llega prácticamente hasta su fuente sin mayor esfuerzo. Por el nuevo y pavimentado camino de El Cuadrado, se llega hasta el desvío hacia La Estancita, y el vehículo se puede dejar estacionado, con cuidado, a unos 500 metros de sendero de montaña hasta el salto de unos 14 metros de altura. Sin embargo, para mí, el mejor recorrido para disfrutar de ese lugar comienza unos dos kilómetros más adelante del desvío convencional de la cascada.
Hay que seguir de largo y llegar hasta la escuelita rural y la capilla que tan bien pintó José Malanca, bordear el arroyo, que ofrece hermosas ollitas a su paso, y disfrutar de los verdes más bonitos de las Sierras Chicas. Por esa cuestión de la facilidad del acceso es la que más gente recibe los días de calor. Un auténtico oasis de refresco, que te factura el regreso en su empinada subida, que al conocerla es una plácida bajada, pero al volver se vuelve una cumbre exigente. Pero el esfuerzo vale la pena.
Las cascadas son opciones para esos días en que todo parece estar bajo control y la vida se vuelve un aburrimiento. Un premio para quienes no vivimos en ciudades colmadas de cemento y luces artificiales.

sábado, 30 de junio de 2012

Tulumba, a las once

Por el lado en que le entres a la ruta, resulta anodina. A mitad de camino entre Deán Funes y San José de la Dormida, por la ruta 9 norte, Tulumba empieza a mostrar su belleza inconmensurable a pocos kilómetros de su ingreso; antes es pavimento, llanura y lomas bajas que se confunden con el común del camino del norte cordobés. En sus entrañas se halla el esplendor de la zona. Un desvío de casi 90 grados en desnivel te hace ingresar a su poblado. En bajada ya sentís que estás en un lugar completamente distinto. Un mantenido empedrado histórico te recibirá, algunas casas viejas a los costados en donde las gallinas duermen en autos abandonados te transportan a un tiempo que si viviste no recordás, y que si no, nunca entenderás.
Casonas señoriales, la plaza, la iglesia principal, la calle Real, las luminarias de época. Tulumba declarada villa en 1803, fue una las primeras tierras que pisaron los conquistadores en el 1500. Los nativos del lugar tienen la cara de la villa: gestos antiguos, profundos, atentos, generosos, predispuestos. A quienes nos gusta mirar, relacionar y valorar la historia, encontramos en este lugar una auténtica veta prolífica.
El primer paso por la calle Real inevitablemente remonta a las lecturas de las historias del hijo del hijo de Jerónimo Luis, los Reinafé, fray Mamerto Esquiú, los indios sanavirones y comechingones, granaderos, combatientes de Malvinas y los actuales pobladores que pugnan por convertirla en una localidad vivible.
La recuperación del Camino Real permitió la instalación en el lugar de un centro de interpretación que resulta útil para comprender la ubicación en que uno se encuentra, aunque no la profundidad del suelo está pisando. Después de descansar de la primera jornada en una habitación para turistas, el ejercicio es caminar las calles interiores en donde se amontonan viejas edificaciones de la edad colonial que aún conservan la impronta de una época en que todo se hacía a caballo, a carreta, y de manera muy pausada.
Una caminata hacia el cristo del poblado permite observar desde una altura mediana la belleza de un valle inesperado por lo árido que parece el territorio.
De mañana, bien temprano, caminar por la vera del arroyo que alguna vez debe haber sido caudaloso también remonta a morteros, cuevas, encuentros bajo los sauces, y senderos húmedos plagados de anhelos e ilusiones inconclusas. 200 años después, Tulumba es escenario de novelas históricas y románticas de escritoras consagradas. Los paisanos del bar de enfrente de la iglesia son toda una postal del lugar: llegan en autos prehistóricos, visten camperas desusadas, pantalones sucios, calzado gastado. Saben pedir exactamente el trago tradicional al que paladean con la experiencia de los ciertos; y se toman un tiempo inmemorial para disfrutarlo.
Por la noche Tulumba no descansa; hay peñas en el local del CCI, reuniones en el bar de la nueva terminal, guitarreadas en los comedores, apuestas clandestinas en un local de bailes, discusiones cuchilleras en algún almacén que atiende de sol a sol. A la mañana temprano sólo prevalece el olor de las panaderías y algún almacén. Es frío el despertar en Tulumba, sereno también, y solitario; muy solitario. Ser turista en esta población del norte cordobés es una condición privilegiada porque son pocos, y especialmente considerados y atendidos. Eso sí, a la villa hay que llegar o levantarse después de las 11, porque el reloj histórico del lugar recién se enciende a esa hora.
Antes, todo es historia, identidad, pausa, reflexión, paz interior; armonía, aunque para los visitantes ocasionales que estamos de paso. El infierno, para los residentes, también persiste allí. Tulumba 2012.

jueves, 3 de mayo de 2012

Ser, de Cerro Colorado

Puede pasar a cualquier hora, tanto a la mañana temprano, al mediodía o a la tarde.
Hay lugares a los que es preferible llegar a determinadas horas para aprovechar mejor sus atracciones. Al Cerro Colorado no hay hora predeterminada, cada período asegura un encanto particular. Quizás en otros sitios pase igual, pero a mí parece que es así.
Una ruta asfaltada te lleva a los pagos que hizo famosos Atahualpa Yupanqui. También caminos de tierra, completamente distintos, que diferencian a quienes llegan a este lugar pero que no separan, más bien lo contrario.
Por esas huellas llegan los paisanos, aventureros y algunos pasajeros de colectivos que tardan horas en dilatar el goce que luego disfrutarán. De a caballo también llegan, en sulkis o en viejos autos que ya no se ven en ciudades convencionales. Es una fiesta llegar a ese sitio diferente.
Desde la altura de su cerro el paisaje remite a una gran ventana de aridez y de historia.
Cómo no pensar en el viejo cementerio, en el camino a Rayo Cortado que a su paso conserva construcciones más que centenarias, el paso a Caminiaga que atesora El Pantano y las pircas de esas piedras coloradas que acompañan su paso. Desde esa cima cómo no pensar, además, en las cuevas que al conocerlas te vuelven habitante del lugar, las pinturas rupestres de altísimo valor histórico, los ríos, el de Los Tártagos en particular, las palmeras carandí, el ritmo cansino de una población estable que es inmutable, pero atenta a tus necesidades. El primer avistaje al poblado ofrece las postales del primer arroyo, el cerro en su postal característica, la iglesia, el almacén de Martínez, la carnicería, la casa de artesanías, el complejo de Argañaráz con todas sus variantes. El vado, lo de Hugo Mario, el camping municipal, los hospedajes intermedios, el cementerio antiguo, los corrales para proteger a las ovejas y las vacas de los pumas, la casa museo de Atahualpa, los diferentes cerros: Inti Huasi, Veladero, Colorado, el de La Juana que, también, ofrecen postales inolvidables, y muchos otros atractivos e historias que nunca se terminan de conocer.
El camino de Caminiaga y las palmeras carandí que completan el paisaje resultan un agregado incomparable. El clima también colabora para el disfrute y el descanso relajado. Apenas llega un solo ejemplar de diario al mediodía, no parece necesario, y casi ni hay señal de celulares. Conocí que las noches veraniegas son ruidosas y concurridas, que se puede disfrutar mucho con poco. Los árboles, los animales y los pájaros conviven en perfecta armonía; los caminos de tierra son una invitación a pensativas caminatas. Un orden natural acomoda los desacomodos que trasladamos hasta atravesar ese primer vado.
Cerro Colorado no forma parte del Camino Real, pero es un desvío irreemplazable del norte cordobés. A diferencia de otros destinos, las rutas te llevan directo a Totoral, Deán Funes, La Dormida, Tulumba, Chañar. Pero para llegar a Cerro Colorado hay que entrar, desviarse, internarse en caminos, algunos más amigables, otros más ariscos, pero de paisajes disímiles, según desde donde se los mires y es un punto de interconexión que mitiga las huellas áridas que te conducen al lugar.
Muchos podrán contar de la cantidad de festividades que se celebran en el lugar, del vínculo Yupanqui y el indio Pachi, de El Pantano, de las feroces internas pueblerinas que dividen familias, intereses e historias, de las riquezas pictóricas aún desconocidas, del encanto que produce en los visitantes, del calor que denuncian las chicharras y del sabor de los algarrobos que traducen en sabores algunos productores de la zona.
Otros muchos nativos y pobladores de la zona se referirán a la sequedad de las calles, la geografía agreste y solitaria por momentos enmudecedora, esa que Yupanqui reflejó en sus noches estrelladas a caballos por esos senderos. Las víboras, los lagartos, las iguanas, los pumas, las cabras, los chanchos, las vacas, los pájaros. El sabor tan particular de esa carne tan roja y tan serrana que jamás se encontrará en supermercados de gran escala, las siestas con temperatura de infierno que apenas se aplacan en alguna habitación con ventilador, y luego zambullido en el río, a costa de que las mojarritas te tiren mordiscos hasta en las orejas. Cerro Colorado ofrece mucho si uno no va de turista ocasional o coleccionista de postales.
Por eso es una gracia poder volver.

jueves, 15 de marzo de 2012

Ongamira, territorio de misterios y energía

“Diego no conocía la mar. El padre, Santiago Kovadloff, lo llevó a descubrirla. Viajaron al sur. Ella, la mar, estaba más allá de los altos médanos, esperando. Cuando el niño y su padre alcanzaron por fin aquellas cumbres de arena, después de mucho caminar, la mar estalló ante sus ojos. Y fue tanta la inmensidad del mar, y tanto su fulgor, que el niño quedó mudo de hermosura. Y cuando al fin consiguió hablar, temblando, tartamudeando, pidió al padre: "¡Ayúdame a mirar!" (Eduardo Galeano.)


Una emoción semejante viví la primera vez que pude ver el valle de Ongamira desde la Puerta del cielo. Un paisaje inmenso, atrapante, encantador. Un abanico de verdes que parece inexplicable por lo agreste que resulta el camino y esas inmensas formaciones de rocas rojas, una de las maravillas naturales de Córdoba. Ongamira fue mar.
Para descubrir el lugar lo mejor es hacerlo por la Puerta del cielo. Se llega allí a través de Santa Catalina, desde donde se desprenden dos caminos que pasan por pequeños parajes serranos que también encierran encantos particulares. Después de recorrer la imponente iglesia y su tajamar se puede llegar pasando por Colonia Hogar, San Peregrino y Todos los Santos.

El otro camino se lo encuentra pocos metros antes de llegar a la iglesia, hacia la derecha que lleva a Aguas de las Piedras y Cañada de río Pinto, en donde se puede hacer parada en las refrescantes ollas de sus ríos, visitar su capilla y reaprovisionarse en una típica despensa serrana. Poco más de media hora y ya en Ongamira, el ambiente y los paisajes te transportan a otra dimensión, donde te cruzás con visitantes, turistas y lugareños que saben perfectamente que viven en otro mundo.

Un primer y obligado paseo por las grutas, desde donde doña Supaga empieza a abrir las puertas de ese universo que encierra y sugiere mucho más que las clásicas postales de promoción que suelen identificar al lugar. Ya estás en Ongamira.
Armar la carpa en el complejo del Parque Natural es empezar a experimentar una experiencia única, irrepetible. Empezás a relajarte y a imaginar que vas a vivir una de las sensaciones más conmovedoras: mirar el inconmensurable cielo estrellado acostado sobre el pasto, o en una deesas grandes piedras que con las sombras dibujan imágenes inquietantes y abrasadoras. Tan cerca están las estrellas que podés estirar la mano convencido de que las vas a atrapar como si fueran granos de maíz. Irte a dormir en esa condición merece la experiencia y ese gozo.
A la mañana temprano te pueden despertar el canto de algunos pájaros, el grito de algún gallo o el mugir de alguna vaca que se replica en todo el valle. Una humedad intensa que se desvanecerá a las pocas horas será tu refresco vital.
Colchiquí.
Por mucho tiempo lo denominaron el cerro maldito, después fue Charalqueta como lo nombraban los antiguos pobladores del lugar.


“La historia se remonta a la época de la conquista de Córdoba. Ante el avance de los conquistadores los antiguos pobladores de la región, los comechingones, no pararon hasta matar en 1574 al capitán Blas de Rosales, primer encomendero de Ongamira , y compañero de aventuras de Jerónimo Luis de Cabrera. Así frustraron sus planes de consagrar la zona al cultivo de caña de azúcar y a la extracción de minerales. Según la tradición, los indios se refugiaron en lo alto del cerro Charalqueta, que les servía de oratorio. Desde allí, fuera del alcance de los arcabuces, se divirtieron burlándose del piquete punitivo. Pero los enfurecidos españoles rodearon el peñón y, por el poniente, dieron con la manera de asaltar las alturas a caballo. La refriega acabó en una impiadosa matanza, que apagó para siempre la resistencia nativa. Algunos de ellos, inclusive se despeñaron desde las alturas para no caer bajo el poder de la conquista. A consecuencia del desastre, los comechingones dejaron de venerar el cerro y lo rebautizaron Colchiqui (por Chiqui, el dios de la fatalidad”. (
Es tiempo, hora, de ascenderlo. Es temprano, la línea entre el crepúsculo y la claridad. Conviene subirlo a pie, bien temprano en la mañana, porque cuando el sol empieza a calentar las piedras el lugar es inclemente. Se trata de un ascenso de una hora y media que a medida que se avanza ofrece paisajes imponentes, largos, anchos, profundos. Períodos de meditación, de compenetración con esas vistas y con esa historia que en el silencio profundo de la caminata intimidan. Planicies verdes en temporada de lluvias; y amarronadas en invierno, con un viento frío y riguroso. Estamos a 1.650 metros de altura. De subirlo bien temprano, se garantiza además el espectáculo inigualable de cóndores sobrevolando tu solitaria presencia en señal de resguardo o de custodia.

Verlos volar debajo de la cima en la que estás contemplando esa inmensidad te vuelve por momentos pájaro quieto, agraciado espectador, alma viva en las alturas.
El peñasco mayor desde donde se divisa una enormidad redonda inevitablemente remonta a quien conozca la historia, a esos momentos trágicos que terminaron con centenares de indios y sus familias, arrojados al vacío ante la posibilidad de perder su libertad.

En cada visita, Ongamira encierra misterios y sorpresas, lejanías y una memoria viva de la que no podes pasar de largo, aunque te parezca que estás detenido en el tiempo.