viernes, 30 de mayo de 2014

Para qué sirve leer libros?

El escabroso laberinto de la literatura Gracias Liliana Argiró. Hacía muchos años que un artículo de diario no me avivaba reflexiones acerca de uno de los universos que me rodea en lo cotidiano ni me provocaba síntomas tan similares, excepto la ceguera: http://www.lavoz.com.ar/opinion/los-peligros-insospechados-de-la-lectura Empiezo por el riesgo de considerar amigos a los libros y a sus autores. Uno llega a encariñarse tanto con algunos que los va acumulando en la biblioteca o los busca en otros sitios, y puede reconocer el pulso cambiante de una obra a otra con una clara mirada, como quien observa las conductas cambiantes de un niño o el crecimiento de una planta. Así me pasa con obras ordenadas de manera cronológica de autores como Borges, Saramago, Vargas Llosa, García Márquez, Soriano, Fontanarrosa, Sábato, Conti, y muchos otros que frecuento o frecuenté. Incluso puedo adelantarme a las obras que luego publicarán cuando leo o veo entrevistas que trascienden a través de los diarios o televisión. Así, podemos darnos el lujo de saber en qué andan porque somos seguidores atentos y, a veces, obsesivos de cada uno de sus pasos. Es entonces cuando uno llega a imaginarse que mantiene fluidas, entretenidas y largas conversaciones con ellos porque ya forman parte directa de nuestro entorno más querible y cercano. Sin embargo, el engaño resulta porque fueron ellos quienes nos sembraron esos valores, historias y consideraciones mientras los leíamos; y nos arrastraron a ese adorable fango que nos mantiene entusiasmados y agradecidos.
Cómo le explico a otra persona que no soy amigo de Vargas Llosa si me escucha hablar con tanta convicción del barrio de Miraflores en el centro de Lima, cuando nunca estuve allí, pero puedo describir cada rincón como cualquier residente de ese lugar? Porque sin estar físicamente allí, Marito con sus palabras me puso en sus calles, en sus casonas, en sus bares. O la certeza con que puedo relatar las últimas horas de la vida en la noche de Juan Manuel de Rosas en Southampton que me contó con claras y profundas descripciones Tomás Eloy Martínez en Lugar común la muerte; o el desierto seco y alucinado en que transcurre la historia de Pedro Páramo, en un México indescriptible, que Juan Rulfo supo incrustarme como una cuña imborrable; o el escenario histórico de Zama, de Antonio Di Benedetto, o …, y muchos otros o… Es verdad, también, que uno llega a rozar en la locura porque el ensimismamiento en la lectura de algunos libros nos lleva a la abstracción y la compenetración absoluta con sus argumentos narrativos. A medida que uno avanza en las páginas de Sobre héroes y tumbas, de Ernesto Sábato, por ejemplo, se puede sentir y pensar como Martín. El mundo alrededor de esa lectura ya no es nuestro, se apropió de nuestra realidad rutinaria y pasamos a pensar y a sentir como Martín. Y ya no somos los mismos a partir de ese texto. Algo parecido a ser otro, algo parecido a la locura, la alienación, el enajenamiento. Ni que hablar del sufrimiento psicológico a que nos arrastra Oliveira en su relación con La Maga. Con la lectura también se puede crear un mundo, imaginario, inverosímil, soñado. Te suena Italo Calvino en El vizconde demediado?
Es verdad, un párrafo iluminado nos puede hacer construir paisajes, pueblos, ciudades, universos inexistentes en territorios firmes, pero fecundos en nuestras emociones. Allí, donde no vemos nada aparentemente, se tejen historias y relaciones probables e improbables, lícitas o no, tristes o felices, intensas o desganadas, cercanas o de lejanía, en fin, historias de imaginación de torrente irrefrenable. El hechizo que nos provoca algún libro cuando nos atrapa nos vuelve definitivamente diferentes, extraños, atractivos también, porque quien observa el comportamiento de un lector empedernido se vuelve un bicho raro que exige atención. Aclaro que no es una novedad. Comparto en que implica riesgos imposibles de mensurar, y transitar por arenas movedizas o visitar territorios desconocidos. La vida, en fin, también es eso. Pero, indiscutiblemente, es mejor atravesarlos en compañía de esos castillos edificados con palabras de quienes construyeron e imaginan mundos mejores a sus vidas convencionales, a partir del uso de las palabras. Tengo un secreto que revelarles: hace tiempo aprendí a hacer malabares con tres pelotitas. Y me especialicé en algunas figuras. Pero en realidad, cuando me pongo a jugar con ellas, siento que no son pelotitas, para mí son palabras. Y ese equilibrio que mantienen en el aire y la sensación de un acto mágico que provocan, no son más que combinaciones de palabras buscando encantar la atención del espectador o del lector cuando escribo algún texto. Por eso es importante que comprendamos que la cantidad de palabras, sus usos y sus combinaciones ensanchan definitivamente nuestros mundos y nuestros sueños. Por la ruta me cruzo con un camión, pero estoy convencido de que es una vaca. Así volvemos al mismo lugar, felices de que así sean, por algunos minutos u horas, nuestros días en la tierra.

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