domingo, 3 de agosto de 2014

Alina imaginó

En la intensidad de su noche, Alina imaginó. Bandadas de cuervos oscurecieron su domingo, una brisa de viento sur le anunció el camino que transitaría el resto de la semana. “No me harán sentir miedo”, se dijo, mientras cerraba con fuerza la ventana de la cocina y se aferraba a su amuleto natal: una vieja taza de té que usaba todas las mañanas su abuela Lucrecia. Aunque le costaba aceptar esos espacios de oscuridad y encierro, ya estaba acostumbrada a vivir esos días en los que sólo sabía resistir. De niña padeció esas jornadas con febriles noches de llanto y de angustia. Atravesó días en soledad, sin la cercanía de su madre, sin padre, sin hermanos, sin tías, ni primas, ni amigos; encerrada en una vieja y húmeda pieza de campo. Fue entonces que comenzó a edificar su espíritu fuerte de sangre, y de espíritu. Su primera vez fue en verano. Recuerda que luego de una abundante sobremesa de una fiesta pueblerina volvieron a dejarla sola. Mientras sus lejanos padres y conocidos se dedicaban a la tradicional sobremesa de domingo, con taba, gritos, chinchón y pastelitos, Alina no se encontraba en el lugar. Al principio buscó alejarse con discreción, nadie lo notó. Después, la curiosidad la llevó a internarse en un pequeño bosquecito de siempreverdes y pinos, y tampoco nadie lo notó, en el fragor de sus ensimismamientos. Algunos pasos después ya no escuchaba las voces que la empujaron hacia ese lugar. Sólo percibía los sonidos de las hojas, los grillos, los insectos, las palomas torcazas. Cuando reaccionó estaba oscureciendo. En los pequeños bosquecitos la luz del día se pierde más temprano. Nadie lo notó. Con tranquilidad y disfrutando cada descubrimiento de su nueva niñez Alina intentó emprender el regreso. Ya no escuchaba voces, creyó reconocer algunas señales que la guiarían para volver, pero la luz de esos bosquecitos suelen confundir a los seres ingenuos que se internan en sus profundidades. De manera repentina una vieja angustia, hasta ese momento desconocida para ella, la invadió. Se desesperó, tuvo miedo, empezó a correr sin dirección precisa. Los seres inseguros tienen, como primer reflejo ante situaciones angustiosas, el reflejo de correr. La velocidad, el escape, la negación de un espacio y de un tiempo son, para ellos, la llave que puede abrir el cofre de la tranquilidad, de la seguridad, del abrigo momentáneo. Nada más alejado, se diría después. Los diablos, esos seres oscuros, se aprovechan de sus víctimas a través de esas reacciones. Así, Alina fue víctima por primera vez. Corrió, lloró, se desesperó, gritó, se arropó debajo de un pino. Tuvo pánico ante el cambio de posición de la luna que por momentos la abrigaba, y en otros le dibujaba con las sombras imágenes que ya habían soñado sus espíritus anteriores. El miedo de los otros se transforma en nuestro propio miedo en esas ocasiones que parecen no tener explicación. Raras nubes nos transforman en seres misteriosos y vulnerables en esas circunstancias. Entonces, exageramos, y nos parece que vamos a desaparecer. Una voz quebrada de mujer atravesó esos miedos, esos árboles y la distancia, para dar con ella. Era la voz de Marta, su madre. Alina la reconoció, pero no pudo pronunciar una palabra, hasta intentó hacer gestos que acompañaran esa locuacidad silenciosa; las cuerdas vocales se le atoraron. Entonces corrió, decidida, persiguiendo el sendero de ese sonido familiar. El crujir del rocío y de las hojas se hizo más intenso. Alina intentó gritar, pero no pudo. La ráfaga de luz de una linterna apareció como un rayo entre las siluetas de los árboles. Corrió más fuerte, y antes de caer se aferró a un par de piernas que conocía con el inconfundible afecto de cuando era niña. Era Marta, su madre, esa voz de intensa tonalidad familiar que le llegaba desde la memoria de aquel vientre oscuro, tan parecido a esos bosquecitos en que le gustaba internarse. Por fin se miraron y se abrazaron con auténtica emoción. No hubo reproches, no hubo reclamos ni viejas reprimendas. Así, Alina tuvo su primera vez. Por eso la intensidad de esa noche no le resultó refractaria, la asimiló con la naturalidad de los cambios que nos ayudan a madurar. Como a Alina, el destino nos traza ranuras que creemos inexplicables, pero que ya están prefijadas por algún orden que no alcanzamos a comprender. Alina esa noche, durmió tranquila.

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